Durante las dos últimas décadas, y en nuestra experiencia clínica y educativa como psicólogas, venimos observando una evolución negativa de la salud mental de jóvenes y adolescentes. En este artículo intentaremos dilucidar a qué se debe y reflexionaremos sobre posibles soluciones. ¡Quédate con nosotros si tienes adolescentes en casa!
El estado de la cuestión.
Los últimos años, se ha comprobado que en los centros educativos aumentan exponencialmente el número de casos de acoso escolar y de intentos de suicidio, hecho que ha precipitado la puesta en marcha de protocolos escolares para el alumnado en riesgo. Y no son medidas sin sentido, ya que en la actualidad el suicidio es la primera causa de muerte entre jóvenes de 12 a 29 años, por encima de otras causas como los accidentes de tráfico o las enfermedades graves. El acoso escolar también ha precipitado sus cifras, estimándose que en España lo sufren actualmente casi dos estudiantes por aula.
En la consulta clínica, las solicitudes de adolescentes para comenzar una terapia psicológica crecen de forma llamativa. Es como si, en ocasiones, los profesionales notasen que algo no va bien en ellos. Muchos jóvenes y adolescentes tienen preocupaciones desorbitadas por cuestiones bastante sencillas (fracasos, decepciones, desengaños, resentimientos…) que, años atrás, no necesitaban ningún tipo de intervención y que actualmente precisan el inicio de un tratamiento psicológico debido a una desregulación en ellos que no se corresponde con las circunstancias que están intentando afrontar. En ciertos foros se habla de una “generación de cristal”, poco resistente a las frustraciones, frágiles, vulnerables a las dificultades cotidianas del día a día.
Es desde la preocupación por estas cifras que deberíamos cuestionarnos como padres y educadores y, por lo tanto, como responsables que somos de transmitir estabilidad emocional qué está sucediendo con esta generación de jóvenes. ¿Tenemos nosotros, los adultos, algo que ver con esto que está pasando?
¿El estilo educativo que se promueve en los foros de crianza, en los libros de autoayuda, y en el que se nos recuerda que al niño no hay que frustrarle, que hay que escucharle, que no hay que dejarle llorar, que no sufra, que hay que educar desde lo “positivo” … ¿nos está orientando hacia un patrón equivocado? Algunos psicólogos hablan del “efecto invernadero” para referirse a esta tendencia de resolver los problemas de los hijos y protegerles de las adversidades con excesivo celo.
¿Cuánto de eficaz es esta educación nueva que ubica en el centro del sistema familiar al hijo, como protagonista indiscutible de todo lo que acontece en la familia y en la que se malinterpreta la disciplina positiva como el hecho de evitarles sufrimiento y frustración? ¿No será que estamos haciendo una lectura mala y rápida de estas nuevas tendencias educativas y de crianza? ¿Qué hay de nuevo y de eficaz en todas ellas?
¿Al evitar la frustración infantil, al favorecer todo tipo de caprichos en los hijos, no estaremos siendo demasiado benevolentes?
Parece claro que los padres son la figura de apego y protección más importantes de los hijos. Pero su misión no siempre ha de ser la de resolver las posibles adversidades por las que éstos atraviesan, sobre todo cuando estas son insignificantes. Hacerlo evitaría el desarrollo de competencias y habilidades en los hijos que necesitarán cuando se conviertan en adultos y que deberían empezar a “practicar” desde bien pequeños.
La función de los padres, cuando los hijos son pequeños, es la de tomarles de la mano y ayudarles a atravesar las dificultades. Cuando los hijos son adolescentes, a veces basta con darles el empujón adecuado para que se atrevan a afrontar las dificultades, haciéndoles saber que estamos ahí, a su lado.
Esta adaptación que la crianza ha hecho de la idea de bienestar, (pretender que los hijos sean siempre felices y no tengan que afrontar situaciones difíciles o incómodas), puede estar detrás del siguiente problema: Para algunos adolescentes, el hecho de afrontar cualquier dificultad por pequeña que sea, (una ruptura sentimental, un ligero fracaso escolar…), puede suponer un momento tan dramático y desestabilizador que se produce un cortocircuito. Se ven sin recursos ni habilidades, parecen incapaces de soportar las emociones desagradables, como la tristeza, la frustración, la melancolía, la decepción, el enfado. Y cualquier situación poco relevante las multiplica, convirtiéndolas en emociones muy intensas.
Sin embargo, no siempre ha sido así. No necesitamos viajar en el tiempo muy atrás para encontrar generaciones de jóvenes mucho más resilientes. Todos conocemos casos de personas de su misma edad que debieron sustentar a sus familias o superar grandes retos en plena precariedad, esforzándose en ello e incluso saliendo fortalecidos. ¿Qué estamos haciendo mal?
¿Es probable que un estilo más cómodo de vida les esté limitando en sus posibilidades para afrontar situaciones difíciles? ¿La vida fácil que les ofrecemos les impide desarrollar valores personales como la resiliencia, el músculo del esfuerzo o la tolerancia a la frustración? ¿Por qué se rompen con tanta facilidad y ante cualquier pequeña adversidad?
Para algunos psicólogos clínicos que analizan este tipo de casos en sus sesiones de terapia, muchos de los problemas que los adolescentes son incapaces de resolver por sí mismos pueden constituir las consecuencias de unas expectativas equivocadas sobre la vida. El mundo es un lugar muy cómodo, pero no es perfecto. Vivir no es otra cosa que tener experiencias, (unas más agradables, otras menos), aprender de ellas y salir fortalecido. Cada día de vida es un día de aprendizaje.
Es posible que algunos adolescentes no hayan comprendido bien este mensaje. En ocasiones, detrás de una consulta “de cristal”, encontramos familias sobreprotectoras, que no dan lugar a que los hijos, desde bien pequeños experimenten emociones desagradables y pequeños fracasos. Esto es un gran problema, ya que la ausencia de oportunidades les impide aprender a regularlas. Es como si, acostumbrados a un mundo de bienestar y escasa frustración, de repente, al encontrarse con un NO rotundo pero sutil, este les rompiera, haciéndoles sentir una gran confusión.
Muchas veces sucede en la adolescencia, cuando los hijos empiezan a crecer y comienzan a socializar con personas de su edad, (salen más, conocen a personas fuera del entorno y la supervisión familiar…) o cuando procuran buscar sus propios logros personales, (académicos, deportivos) y de repente descubren que les falta persistencia y una tolerancia a la frustración natural.
Si, por ejemplo, tienen un fracaso sentimental, no saben sobreponerse y se deprimen. Si en su estudio y preparación académica no logran sus objetivos, tienden a abandonar. Cuando se les presenta una dificultad fuera de casa, no saben cómo resolverla. Se sienten abatidos y sin herramientas.
¿Qué podemos hacer? ¿Cómo prevenir?
Evidentemente, la mejor forma de evitar situaciones de este tipo es intentar prevenir, desde el principio, desde que tu hijo nace. Por eso, si eres padre, madre, educador… y has tenido la suerte de que este artículo haya caído en tus manos antes de que los problemas aparezcan, te animamos a seguir estos consejos:
– Evita atender inmediatamente a sus necesidades. No pienses que somos “sádicos”, pero creemos que es muy importante demorar un poco la satisfacción de sus incomodidades o sensaciones incómodas. A veces esto es involuntario y sucede en circunstancias naturales, por ejemplo, si vais en el coche y tu hijo tiene hambre, pero aún estás a cinco minutos de casa. Irremediablemente tendrá que esperar. Y esa espera será buena para él, porque le ayudará a manejarse en las malas sensaciones. Pero también puedes forzar esa demora de forma voluntaria, diciéndole, por ejemplo: “dame dos minutos que acabo esto y te atiendo” o “espera un rato y podrás irte a jugar”.
Creo que todos los niños que en pleno verano fuimos obligados por nuestros padres a “hacer la digestión” después de comer y antes de volver a la piscina, ejercitamos el músculo de la paciencia y de la tolerancia a la frustración (al ver cómo pasaba el tiempo triste y lentamente antes de podernos bañar de nuevo).
– Procura ser comedido con los regalos y recompensas que recibe tu hijo. No le des todo lo que pide. Los excesos le pueden hacer caer en el materialismo o en la idea equivocada de que en el mundo puede tener todo lo que desee sin esfuerzo. Recuerda que los privilegios se ganan. Esforzarse para conseguir aquello que desea le hará sentirse muy orgulloso de sí mismo. Y le hará imparable.
– Ante las dificultades del día a día, permite que, durante el desarrollo infantil o adolescente, tu hijo experimente emociones incómodas, como la tristeza, la decepción, la culpa o la frustración cuando algo no concluya como él desearía. Todas estas emociones, bien orientadas, tienen una función natural, (advertir de algo que no nos gusta, hacernos responsables, reflexionar sobre un mal comportamiento o una pérdida…). Escuchar lo que sus emociones tienen que contarle le puede dar muchas pistas sobre cómo mejorar. Cuando tú le das permiso para sentirse así, ofreciéndole oportunidades para atender el sentido de esas emociones y experimentar las consecuencias no tan buenas de sus actos le haces un precioso regalo.
¿Qué hacer si los problemas ya están aquí?
Lamentablemente en ocasiones descubrimos que el problema ya está presente y, tras la lectura de este artículo descubres que alguno de tus hijos se está convirtiendo en una persona demasiado frágil y vulnerable, ¿qué puedes hacer en ese caso?
Primero de todo, intenta dilucidar cuál es la causa. Si la situación es preocupante, quizás sea bueno contar con ayuda externa, pero averiguar cómo se siente y cuáles son sus vulnerabilidades probablemente te llevará a procurar algunos cambios en la dinámica familiar que le puedan entrenar en una buena gestión emocional.
En esa condición te proponemos fomentar un ambiente familiar que valide tanto las emociones agradables como las desagradables y que ayude a fortalecer la autoestima de los hijos mediante un buen entrenamiento en gestión emocional. Dicha gestión emocional siempre tiene que ver con darle importancia a todas y cada una de las emociones.
Quizás sea necesario que tu hijo aprenda a regular aquellas emociones que le producen malestar. Para ello, ante una situación difícil puedes hablar con él para ayudarle a discernir los siguientes pasos de la identificación y la regulación de las emociones:
1. Centrarse en la emoción, acogerla y atenderla. ¿Cómo me estoy sintiendo? Aprender a ponerle nombre a la emoción y baremar su intensidad: ¿dónde siento la emoción? ¿qué tamaño tiene, qué forma? Normalmente, nuestra tendencia natural es huir de las emociones incómodas y eso es un error. La única manera útil de regular la emoción es abrazarla, acogerla. Eso hace que no vaya a más la emoción.
2. Entender la emoción: ¿por qué me siento así? ¿qué me preocupa? ¿qué hay detrás de esta emoción? ¿qué estoy pensando? ¿qué hago cuando me siento así? ¿qué dejo de hacer? ¿en qué situaciones me siento así?
3. Manejar la emoción: ¿qué puedo hacer para sentirme mejor? Las emociones solamente se superan afrontándolas. Si, por ejemplo, evitamos algo que nos da miedo, cada vez nos dará más miedo y nos sentiremos más incapaces. Solo se supera haciéndole frente y aceptando que llevamos al miedo como compañero de viaje. Evitar situaciones nos lleva a sentirnos impotentes, “desempoderados”. Afrontar nos da sensación de control. Podemos hacerlo respirando lenta y profundamente, no con la intención de que se vaya el miedo, sino para aceptarlo y dominarlo.
Pongamos un ejemplo. Imagina que tu hijo adolescente tiene dificultades para hacer amistad con personas de su edad y esto le hace sentir muy frustrado. Un amigo se ha enfadado mucho con él porque tu hijo no ha atendido a sus necesidades y por ello ha dejado de hablarle. Ahora tu hijo se siente mal. Puedes (equivocadamente) “salvarle” de la emoción diciéndole: “No es tu culpa, tú eres estupendo y tu amigo no te entiende. No te preocupes, ya encontrarás otro amigo mejor” o (una mejor opción puede ser motivarle a pensar: “Es normal que te sientas así ya que has errado. Eres humano y eso le puede suceder a cualquiera, pero podemos pensar juntos ¿qué estamos haciendo mal que podamos mejorar? ¿qué te dice tu culpa o tu enfado? ¿cómo deberías actuar con los otros para evitar esto? ¿Qué podrías hacer para enmendar tu error?”
Cuando le ayudamos a enfrentar las consecuencias desagradables y naturales de lo que hace, facilitamos que aprenda. Todos nos hemos equivocado alguna vez y muchos hemos aprendido mucho más de nuestros errores que de nuestros grandes éxitos.
Es cierto que, en ocasiones, cuando la ira, el miedo, la frustración o la tristeza están muy instalados en un niño o adolescente, o cuando los padres tampoco disponen de las herramientas necesarias para regular sus propias emociones y servir como ejemplo de aprendizaje, puede ser necesario contar con la ayuda de un profesional de la psicología que reconduzca terapéuticamente dicha regulación emocional y le ayude a adquirir estrategias. Pero, aún en estos casos, que el entorno familiar facilite el bienestar emocional será un importante elemento de apoyo.
Consultado en: https://www.educamosenfamilia.com/post/una-generaci%C3%B3n-de-cristal-o-cuando-tu-adolescente-se-vuelve-fr%C3%A1gil-y-vulnerable Fecha de consulta: 13/11/2024