Está claro que no estamos entendiendo a las nuevas generaciones. Por nuestra parte, parados al otro lado de la brecha, no hacemos sino perder el tiempo juzgándolos de apáticos, egoístas, mediatizados.
Por Andrés García Barrios
Un momento clave en la escritura de este artículo ocurrió cuando, de pronto, el texto se me convirtió en duelo por la muerte de mi padre, ocurrida hace cuatro años durante la pandemia de COVID-19, no por esta enfermedad sino por vejez: en su cama, tranquilo, mientras dormía.
La noticia de su muerte (inesperada, a pesar de su avanzada edad) me alcanzó como un verdadero terremoto; por un momento el piso se abrió bajo mis pies, dejándome saber por primera vez lo que esta frase en realidad significa. Casi de inmediato tuve que contener el llanto –que era mas bien una especie de ahogo–pues mi hijo pequeño entró al cuarto, alarmado por mis ruidos.
No pude acudir al íntimo velorio que hicieron mis hermanos en su lecho de muerte, por temor a la pandemia y a contagiar a mis hijos, que eran población vulnerable. Es una decisión que hoy me hace sentir satisfacción pero también remordimiento.
Mi padre fue un buen hombre. De sus flaquezas, quizás la mas íntima que yo descubro en él es una profunda capacidad de dar amor pero una gran inseguridad al hacerlo. Quizás para compensar esta dificultad, recurría a una irrestricta noción del Bien acompañada de la correspondiente hiper-normatividad, por la cual para él, las normas se volvían más importantes por sí mismas que por el propósito para el que estaban hechas: era una especie de superstición en el cumplimiento estricto de las reglas, la cual yo también heredo, y tanto me cuesta.
Por fortuna, mi padre me enseñó también –creo– la honestidad conmigo mismo: a reconocer mis errores sin vergüenza, por grandes y muchos que fueran, y tratar de corregirlos.
Mi padre reparó muchas de sus fallas en sus últimos años, cerrando la brecha abierta tiempo antes (quizás no conmigo y mis hermanos sino con su propio padre). Su ternura de anciano –y su ejemplo, como digo– me permitieron extender la mano hacia él y darle mi cariño. Ahora quiero dedicarle este texto que trata del amor entre generaciones, texto que no empecé a escribir pensando en él, pero que sin él no puede tener ningún sentido.
La era llamada Moderna dio sus primeros pasos hace cinco siglos, el día en que Nicolás Copérnico quitó a la Tierra del centro fijo del universo y la hizo moverse. Tan inverosímil acontecimiento (eso de que vamos volando por el espacio, en un planeta sin soporte, no es muy comprensible, ¿o sí?) obligó a los humanos a aferrarse a un feroz individualismo y a buscar el sostén en lo único inmóvil que les quedaba: su propio entendimiento. Dado que afuera ya no había nada de verdad estable, cada quien empezó a basarse sólo en las razones que encontraba dentro de sí mismo (si lo pensamos bien, solo nuestro pensamiento nos demuestra que existimos, decía Descartes).
Desafortunadamente, unos cuantos siglos de ese individualismo salvador nos fueron dejando lo suficientemente solos como para empezar a preguntarnos dónde habían quedado los demás. El siglo XX fue el siglo de esa gran pregunta. En ese tiempo, la alternativa no era un regreso a la Edad Media, donde “los otros» parecían una unidad en bloque, prácticamente sin individualidades; tampoco se trataba de volver al Renacimiento, donde “los otros” con los que había que encontrarse no eran los propios contemporáneos sino los antiguos griegos. Ahora, en el siglo XX, lo que importaba era una búsqueda hacia adentro, un rastrear a los demás en nuestro interior, un ir tras la huella que dejaba en nosotros lo extraño, lo distinto, lo ”no yo”.
No sería fácil. La modernidad daría sus últimas patadas de ahogado disfrazando de colectivismo un acendrado egocentrismo (exacerbación y fin del individualismo) y sumiendo a media humanidad en el torbellino de los líderes unívocos, los caudillos de piedra, los batmanes, supermanes y otros semidioses, y finalmente en la asfixia del totalitarismo, el cual ubicaba en una autoridad central la fuente de todos los significados de la vida, los individuales y los sociales.
De esta asfixia, solo unos cuantos pudieron emerger sanos y salvos (aunque desesperados), tanto como para poder preguntarse por la existencia de los demás. No faltaron quienes, evasivos, creyeron que la respuesta estaba en voltear hacia el espacio exterior en busca de otras civilizaciones con las cuales establecer contacto, pero los más perspicaces entendieron que había que buscarla más bien en este mundo, en nuestros semejantes. Consecuentes con eso, las nuevas generaciones inauguraron la era de la comunicación, decididas a construir puentes para ese encuentro y sentando las bases de la cultura actual, caracterizada por una singular inquietud por las relaciones humanas y por el conocimiento y cuidado de todo aquello que no es nosotros mismos.
Es difícil admitirlo, pero el egocentrismo pareció empezar a ceder durante la Segunda Guerra mundial, con la unificación de los aliados contra el nazismo y el fascismo, y con la intervención de los Estados Unidos, país que emergió en la imaginación mundial como símbolo de unión, paz y democracia. Por eso, los jóvenes norteamericanos reaccionaron con inmaculada presteza cuando, muy pocos años después, su país impulsó una guerra descarnada en Vietnam, dejando ver otras intenciones (quizás las verdaderas) de su presencia en el mundo.
Aquella reacción juvenil –conocida como movimiento hippie– sentó muchas de las bases de lo que los seres humanos hemos logrado en términos de conciencia de “lo otro” a partir de entonces. Con espontaneidad inédita (al menos eso pensaba el gran historiador Arnold J. Toynbee), aquellos chavos se entregaron a los demás como si los hubieran descubierto por primera vez, con una especie de frescura primigenia, una suerte de epifanía que inauguraba un nuevo momento histórico. Casi de golpe, los hippies rompieron con todas las normas que marcaban diferencias con los otros, denunciando cada rasgo, gesto, actitud, palabra o acción que separaran a la gente. El atuendo libre y desprejuiciado (pelo largo de los varones, pantalones y cero maquillaje en las mujeres) surgió como una bomba de inclusión expansiva, que muy pronto rebasó clases sociales, razas, edades, preferencias sexuales, cualquier obstáculo. Triunfaron lo unisex generalizado, el vegetarianismo (que asumió franciscanamente la hermandad con los animales y con todo lo existente), la exaltación de lo bucólico aún dentro de la misma urbe; la recuperación de sabidurías orientales e indígenas que aún contemplaban la otredad en su cosmos; el uso de drogas psicodélicas para abrir las puertas de la percepción hacia lo otro (lo otro que es uno a la vez); el cuidado del propio cuerpo y del ajeno, dándoles valor de templo; la práctica del sexo como unión amorosa y, de ser posible, cósmica; la anticoncepción como respeto a una misma/uno mismo y a la vida de todo nuevo ser, evitando el embarazo que se da por accidente o por costumbre; la creación de familias comunitarias y la crianza tipo tribu, donde madres y padres ceden a todos los miembros de la comunidad la educación de los infantes; el desarrollo de economías colectivas y de pequeñas empresas sustentables; el descrédito a la propiedad privada en general, a las nacionalidades y a todo tipo de fronteras, a la producción capitalista, al trabajo impersonal y mecanizado, a las relaciones patronales que crean verticalidades y privilegios, a la producción industrial en masa que no solo contamina el medio ambiente sino que, a través de la artificialidad y la uniformidad, estandarizan a la gente y descuidan lo natural y auténtico…
La espontaneidad con que los hippies irrumpieron en la escena mundial hizo pensar que se trataba de una moda pasajera. Sin embargo, entre los cambios que aquellos jóvenes llevaron a cabo, uno dejó ver muy pronto que las cosas iban más allá de la protesta o el escándalo: el movimiento empezó a incidir de forma decisiva en cerrar la brecha generacional que desde hacía tiempo separaba a padres e hijos. Sí, en los años sesenta, los adultos –autoritarios, en general– ya no podían ocultar la enorme crisis de la modernidad ni su fallido intento por rigidizar las reglas familiares y sociales como último recurso para evitar el derrumbe. La incomprensión y el conservadurismo eran cada vez más asfixiantes, y así –como nunca antes– los padres y madres hippies comenzaron a cerrar la distancia entre ellos y las nuevas generaciones, haciendo evidente que les heredarían a éstas todos los nuevos cambios (clave en todo este proceso fue un esfuerzo de educación ligado a la práctica de la libertad como nunca antes; gracias a él –y a los movimientos estudiantiles de la década– las bellas pedagogías liberales de la primera mitad del siglo se convirtieron en las grandes corrientes de la educación activa y libertaria que nosotros heredamos, asentándose con firmeza como prácticas reales, universales y en apariencia irreversibles).
Parecía el fin de la era patriarcal, del padre amo que imponía su ley (una ley cada vez más vacía de contenido y sostenida en la obligatoriedad y en el respeto injustificado de la imagen paterna). Empezaba la Era de Acuario, el Antropoceno, la Posmodernidad, Cosmodernidad o como aceptemos llamarle. Y la revolución así emprendida se propagó por todo el mundo. Nadie, ni los medios sociales más tradicionales, se apartaron de su influjo. Paulatinamente, en el planeta entero las brechas intergeneracionales se fueron cerrando, y ese ambiente de cercanía entre adultos y jóvenes permitió –con su espíritu de igualdad o, cuando menos, de tolerancia– el florecimiento de todas las demás libertades que se habían conseguido. El descubrimiento de los otros, hizo a los hippies pioneros de casi todos los movimientos culturales masivos que hoy marcan nuestras vidas: liberación sexual, fluidez de género, pacifismo, resistencia civil, continuidad generacional, pluralismo espiritual y religioso, feminismo, libre elección reproductiva, libre expresión y transformación del cuerpo, inclusión y no discriminación, ecologismo, educación activa e incluyente, lenguaje inclusivo…
Como todos sabemos, desde hace décadas los padres y las madres se adhieren cada vez más a las necesidades y deseos de sus hijos, empoderando a la juventud e incluso a la niñez como nunca antes. Y es en buena medida gracias a esa cercanía y a la fuerza que otorga, que hoy el ser humano se lanza al mundo con singular espíritu innovador, como si apenas lo estuviera descubriendo o inventando.
Sin embargo, como todos sabemos también, en los últimos años, tantos cambios tan drásticos han empezado a espantar a muchos, que ven en esa incondicionalidad rasgos claros de servidumbre de los padres hacia los hijos. Por todas partes se percibe que la falta de límites más que ayudar a los jóvenes los ha inutilizado, volviéndolos por completo dependientes de sus padres, a quienes, consecuentemente, tiranizan. La brecha se ha cerrado tanto que, en el parecer de muchos, mamás y papás han empezado a mimetizarse con sus hijos. La entrega de la estafeta se realiza con una cercanía que tiende a normalizar la confusión de edades. ¿Será que la balanza ha ido a dar al otro extremo?
Hordas de madres y padres han empezado a reaccionar con desesperación. La primera respuesta parece ser, en la mayoría de los casos, un intento de vuelta al pasado y al conservadurismo de las generaciones anteriores, caracterizado, como he dicho, por una regulación vacía, sin contenido, una exigencia de respeto a la ley por la ley misma, y una hiper-normatividad que solo oculta la impotencia. Tras medio siglo de florecimiento, los padres parecen querer echarse para atrás –asustados y arrepentidos– e intentan volver a abrir la brecha que los separa de sus hijos y a rechazar sus comportamientos con una furia y un temor que hace décadas que no veíamos. La desilusión hacia los jóvenes parece refugiarse en la idea generalizada de que el mundo se está derrumbando, y con ese pretexto declinamos nuestra responsabilidad de alentarlos, encaminarlos, apoyarlos para que sigan adelante. Como resultado de todo esto, no solo les estamos heredando un mundo difícil sino que se los estamos haciendo imposible.
Creo que no estamos entendiendo que a lo que se oponen los jóvenes actuales no es a la ley, ni a la educación, ni a la sucesión de las generaciones. Hay claros indicios de que ellos necesitan y aceptan todo esto, pero también de que la vuelta al autoritarismo no va con ellos. La forma en que lo muestran no es, sin embargo, con protestas y rebeldías, como en otras décadas. Parece que están recurriendo más a la indiferencia, en espera de que reconozcamos la existencia de las nuevas comunidades virtuales que ellos están creando y en las que están basando su presencia en el mundo. Por nuestra parte, parados al otro lado de la brecha que reabrimos, no hacemos sino perder el tiempo juzgándolos de apáticos, egoístas, mediatizados.
Pero lo cierto es que la radicalidad de su forma de incluir a los otros ya no puede detenerse (a menos que estemos dispuestos a acudir a la violencia). Lo único que como docentes, madres y padres aún podemos hacer –¡y esto es mucho!– es heredarles un discurso libre y honesto que les ayude a ampliar su contexto para que esa “radicalidad» (esa descenso a las raíces) encuentre un terreno fértil en el cual expandirse . Podemos todavía poner en sus manos una ley basada en la humildad (humus: tierra) de nuestra propia experiencia; una ley que renuncie de una vez por todas a ser la fuente de todos los significados y que sea verdadero ejemplo de coherencia entre vida y palabra.
Consciente de que me estoy quedando corto en mi descripción de esta ley (sobre todo si consideramos que parece ser nuestra última oportunidad de heredar algo de verdad valioso a nuestros hijos y estudiantes), quiero concluir mi texto con un párrafo del psicoanalista y docente italiano Massimo Recalcati, que en su libro El complejo de Telemaco resume de forma contundente la visión que he expresado hasta aquí. Recalcati refiere –como buen psicoanalista– la ley familiar a la figura del padre, pero para mí está claro que nosotros podemos asociarla con cualquier otra autoridad, incluyendo por supuesto la de la madre y la de las y los docentes. Dice así: “El padre que es invocado hoy no puede ser ya el padre poseedor de la última palabra sobre la vida y la muerte, sobre el sentido del bien y del mal, sino sólo un padre radicalmente humanizado, vulnerable, incapaz de decir cuál es el sentido último de la vida, aunque sí capaz de mostrar, a través del testimonio de su propia vida, que la vida puede tener sentido”.
Me despido de ustedes, pues, con un gesto de esperanza.
Consultado en: https://observatorio.tec.mx/edu-news/opinion-el-amor-entre-generaciones-clave-de-la-educacion/ Fecha de consulta: 08/11/2024