Oscar A. Pérez Sayago
Secretario General
Confederación Interamericana de Educación Católica
Como lo he expresado en muchas ocasiones, si la escuela católica quiere ser una escuela de calidad primero debe ser una buena escuela. Ser escuela es lo sustantivo. Y la escuela católica no puede ser ajena a la evolución impresionante de la institución escolar de las últimas décadas. La primera y necesaria confianza tiene que ser ganada por ser escuela de calidad, que reafirme su capacidad de crear las competencias para los actuales contextos, que enseñe a aprender, y que abra posibilidades y oportunidades. Así, sus didácticas, pedagogías y metodologías también van de la mano de la teoría educativa, de las mejores prácticas, y que responda también a los sistemas evaluativos existentes en los países e internacionalmente aceptados. No se puede estar de espaldas a estas demandas actuales.
La educación católica no puede continuar siendo una propuesta aislada y exitosa. Ser parte de redes educativas podrá afianzar sus posibilidades, expandir sus miradas, realizar proyectos comunes, vivir la catolicidad de la Iglesia, y optimizar los recursos. No podemos seguir apostando a tentaciones que permiten crear escuelas exitosas en sociedades fracasadas; ni escuelas fracasadas en sociedades que se transforman y mundos que evolucionan.
Pero también, el plus es la apuesta fundamental de la Iglesia: el marco de valores, la formación de la fe, la vivencia de la solidaridad, el encuentro con Jesucristo pueden también ser elementos sustantivos de la propuesta educativa católica. La integración y articulación con el mensaje cristiano debe ser natural con la calidad de la escuela y del modelo educativo católico. No son dos componentes aislados, son una sola propuesta educativa, católica y de calidad, reconocida e integral.
Debemos partir de la realidad y de un llamado a la humildad: no somos necesarios. Sin embargo, decir que no se es necesario no significa decir que no se pueda ser importante. Por supuesto que sí pero con ciertas condiciones: que seamos capaces de mirar con esperanza los horizontes que se nos presentan, esforzarnos por entender las dinámicas del mundo global y diverso de hoy, poder ayudar a construir sentido, volvernos hombres y mujeres profundos y sólidos para poder orientar, asumir los riesgos de creer y crear aún a costa de equivocarnos, proscribir la tendencia a mantener y regresar, ser fieles al espíritu fundacional y no a las estructuras centenarias que hemos construido para otras épocas, aceptar con sencillez nuestras limitaciones, sentirnos parte de una Iglesia, ya no monopólica sino pueblo de Dios, que camina entre luces y sombras, con pecado y gracia, y reconocernos “una” propuesta en medio de la diversidad.
Pero, quizás, más allá de ser necesarios o importantes, lo que vale es ser significativos para la educación pensada como sector que moviliza la sociedad y ayuda a transformarla, y para los pobres, para quienes nacimos y por quienes debemos seguir luchando. Aquí encuentro nuestro futuro en nuestra América y la oportunidad para ser fermento evangelizador en este momento.
Para concluir, finalizo con tres claves de calidad para fortalecer la escuela católica:
- Atención a los signos de los tiempos.
- Dejarse iluminar siempre por el evangelio.
- Cultivar la interioridad, la trascendencia y espiritualidad.