Por Andrés García Barrios
No es fácil, pero hay que decirlo: los seres humanos llegamos a este mundo con la desventaja de ser eso, precisamente: seres humanos.
Tendría que justificar esta afirmación, pero creo que a estas alturas del partido –que algunos ecologistas consideran «tiempos extras»–, a todos nos queda claro que los que hemos nacido bajo el sello de nuestra especie, no la llevamos de gane. De hecho, creo que es la conciencia de esta desventaja lo que explica, en cierto grado, Ia tendencia de las últimas generaciones a ejercer de por vida su capacidad no reproductiva, e incluso lo que permite –también en cierto grado- la tanto tiempo esperada legitimación social de parejas que biológicamente no pueden tener hijos.
A pesar de las apariencias, esta desventaja no es reciente: no es producto de la modernidad o la posmodernidad, ni tampoco del capitalismo encarnizado, aunque éste haya puesto su granote de arena, sobre todo asegurándonos que nuestra desventaja tiene solución, para enseguida añadir que ésta consiste en el consumo reparador, la competencia alentadora y la violencia «ética».
Creo, para empezar (y admito que es una creencia, una fe), que nuestra desventaja no tiene «solución», que el hecho de que la tengamos es parte de la condición humana y de nuestra natural desorientación en este mundo (desorientación que se puede resumir como un no saber si el camino depende del objetivo o si el objetivo depende del camino).
Sin embargo, ¡ojo!, no se desanime el lector, o más bien consuélese sabiendo que el problema ha sido tema de reflexión de los más grandes filósofos desde la antigüedad, incluyendo por supuesto los chinos, que se reconocían constituidos por fuerzas de oscuridad y luz, o los griegos, que indagaban en la ilusión y la incompletud. Y por supuesto, también es tema crucial en la cultura reciente. Yo creía que aquello del pecado original era no sólo cosa judeo-cristiana sino muy pasada de moda, y sin embargo resulta que es asunto candente en filósofos tan contemporáneos como los franceses Paul Ricoeur y Jacques Derrida, por mencionar sólo los que primero recuerdo.
Claro que (y aquí el lector puede volver a desanimarse) ninguno de ellos –ni antiguos ni actuales– ha logrado una solución satisfactoria al problema. De hecho, resulta que éste todavía es más grave: no solo los seres humanos venimos aquí ya con una desventaja sino que también el mundo con el que nos topamos las ofrece a granel; y no estamos hablando sólo del mundo humano o del mundo tal como lo vemos nosotros sino del mundo en sí, del mundo tal como es, del llamado Cosmos. i¿O van a decirme que los humanos somos los únicos insensatos en una realidad coherente?! Por supuesto que si afuera hubiera un orden –como creen los racionalistas y sobre todo los cientificistas– tendríamos la esperanza de que algún día nuestra cabeza podría también ordenarse de acuerdo con él. Pero ésta es una vana esperanza; de nuevo, a estas alturas del partido, es mejor hacernos a la idea de que no existe tal orden, ni adentro ni afuera.
Pero recobremos el ánimo: desorden no quiere decir desgracia. ¡Hay salvación! De hecho, hay muchas (la cosa está en que platiquemos cuál creemos que sea la más auténtica). Un buen ejemplo de tal diversidad se dio en el siglo XX y sus vísperas. En él, a la par del creciente descrédito de las religiones y sobre todo de los “representantes de Dios en la Tierra”, medio occidente emprendió la desbandada fuera de las iglesias en busca de nuevas prácticas, incluso de nuevos templos: surgieron el positivismo científico, el marxismo, el psicoanálisis, las vanguardias artísticas, el fascismo, el pacifismo, el existencialismo, las espiritualidades new age, el afán consumista, las pseudociencias, el neomarxismo, las teologías libertarias, las terapias holísticas y una gama cada vez mas amplia de posibilidades de identidad personal y pertenencia (muchas de ellas atravesadas por el ecologismo).
Dentro de esta gama, en nuestro tiempo parece estar resurgiendo un camino echado al olvido durante varios siglos. Se trata de la vía mística, que en el fondo no es sino una forma de reconocer y aceptar que los seres humanos no sabemos nada de orden y que, si por nosotros solos fuera, nunca tendríamos idea de a dónde estamos yendo.
Uno de los grandes místicos del pasado dio alguna vez la pista del camino a tomar cuando no sabemos a dónde vamos; es la pista de la no pista, y dice “Para ir a donde no sabes debes de ir por donde no sabes” (ese místico era un español renacentista, mejor conocido como San Juan de la Cruz, y es reconocido por muchos como el mejor poeta en castellano). Esta paradoja mística sugiere que nos olvidemos del sitio al que vamos así como del camino por donde creemos ir, y avancemos sin ningún propósito, solo sostenidos por la confianza en un amor trascendente, sin pretender que éste nos lleve a ningún lugar o nos sirva de algo.
En la mística, las paradojas se intensifican cuando, llevados por un natural escepticismo, tomamos por los hombros al místico y le pedimos explicaciones:
.- A ver, lo que dices suena muy bonito, pero ahora dime: ¿qué es exactamente el amor y cómo se manifiesta? En concreto ¿cómo puedo saber que mi sentimiento es amor y no otra cosa?
Entonces el místico (no San Juan sino otro que ahora me invento) dirá cosas que para nosotros, seres ansiosos de control y poder, resultarán bastante confusas:
.- El amor es, antes que nada, un sentimiento: un agradable sentimiento de derrota; sí, de fracaso liberador; una renuncia a controlar, a gobernar, a ejercer cualquier tipo de coerción y conseguir cualquier tipo de logro o reconocimiento.
Continúa mi místico inventado:
.- Al renunciar a todo esto, quien ama también renuncia a tratar a los demás y a sí mismo como medios para llegar a algo.
Y concluye con algunas metáforas, quizás como nemotecnia:
.- El amor es vivencia del presente, por eso se simboliza con el fuego. Éste, en efecto, no recuerda pasado alguno ni tiene futuro: concentra su ser en el ahora, tiempo en que todo se esfuma y arde, y queda convertido en ceniza. Con esta autoderrota, el amor nos devuelve de alguna manera a nuestra condición de eso, de ceniza y polvo. Polvo enamorado, decía Francisco de Quevedo, otro poeta español.
Un fuego tranquilo es la mejor metáfora (René Descartes logró la proeza de encontrarse a sí mismo mientras meditaba frente a este tipo de fuego). Pero todos sabemos que no es la única y mucho menos la que prevalece. Hay que admitir que siempre nos gana ese fuego apasionado que quiere forjar algo, que tiene como principal propósito tomar el polvo enamorado de Quevedo y hacer que se levante, que posea, que logre. Es un fuego que intenta que su poder avance, que se apodere del mundo, que crezca en el deseo de posesión y se extienda, alzándose como una llama altísima que todo lo devore y que sea vista desde el horizonte.
Conscientes de este deseo devorador –que al final convierte todo en él mismo y es agotador–, los seres humanos parece que hemos llegado a la necesidad de una mística que libere esos espacios que la ambición no logra gobernar a pesar de sus jadeos. Se trataría, al parecer, de una mística que, en el terreno de la educación, por ejemplo, renuncie al triste objetivo de “formar” a nuestros hijos para que lleguen a “ser algo“, o peor, “alguien”, alguien más de quien ya son; una mística que nos permita aceptar una verdad que para la mayoría de nosotros representa la peor derrota, pero que puede contener las semillas de una inmensa libertad: la de que, al nacer, los seres humanos somos ya todo lo que podemos llegar a ser; que desde ese momento nuestra condición humana y nuestro mundo circundante se presentan en su mayor plenitud, y por lo tanto no hay ni habrá nunca nada mejor que vivir en el presente, cultivando ese sentimiento de renuncia liberadora llamado amor, el mismo al que hemos cantado junto con John Lennon en su icónico himno: Imagine all the people living for today (Imagina a toda la gente viviendo solo para el día de hoy).
Si bien la idea de renunciar a todo propósito futuro suena a eso que abominamos con el nombre de resignación, podemos también reinterpretar esta palabra –como hice en un parrafito que publiqué hace muchos años– y entenderla como resignificar (re-signar), convirtiendo lo inevitable en extraordinario. Al menos yo prefiero verlo así e intentar evitar la actitud contraria, es decir la de considerar a nuestros hijos, al nacer, como seres incompletos en proceso de completud, y vernos a nosotros mismos como quienes podemos llevarlos a ésta, justificando así nuestras técnicas para persuadirlos, limitarlos, conducirlos, presionarlos, evaluarlos y corregirlos, como si nosotros realmente supiéramos a donde vamos (todo esto en el mejor de los casos, pues casi siempre la pretensión de orientarlos para que «sean mejores» se convierte en un trágico «para que sean los mejores», en la creencia de que si la vida no tiene sentido por sí misma, puede adquirirlo por comparación con la de los demás).
A pesar de lo que he dicho, es evidente que una mística del ahora (aunque suena súper bien frente a la injusta idea de traer hijos a la vida como competidores de una carrera) no es algo que se sienta muy acorde con la humanidad contemporánea. Por ahora, vivir el presente requiere, como mínimo, de algunos puentes provisionales que nos vayan acercando a otra visión del mundo. No subestimo los intentos de recordarnos en múltiples mensajes, esos que proliferan en WhatsApp, que vivimos en el día de hoy (Feliz martes, Feliz miércoles, Hoy puede ser un gran día), que para muchas personas representan, si no un sentimiento vívido, sí un ideal auténtico; pero creo que es necesario profundizar un poco para que el recordatorio ocupe más memoria y no tenga que repetirse a diario.
En ese sentido, podemos recurrir a una filosofía más detallada al respecto. Por ello me permito un breve comentario sobre la que me parece una forma de pensamiento que apunta a ello. Se trata de la reflexión que hace el surcoreano Byung-Chul Han en su último libro El espíritu de la Esperanza, que por el momento solo conozco en algunos párrafos, reveladores. En ellos, esta última (la esperanza) aparece justamente como el puente que se tiende entre un presente con sentido propio y un futuro que no está planteado como superación del hoy y mucho menos como llegada al triunfo.
El filósofo propone una concepción de la esperanza que no tiene nada que ver con el cálculo (ni siquiera medio intuitivo) de lo que esperamos que pase; no es una apuesta basada en las probabilidades de que ocurra lo que uno piensa. «La esperanza no es un pronóstico –suscribe Han, citando a Václav Havel, escritor y político checo–… No es optimismo. No es el convencimiento de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, al margen de cómo salga luego».
«La esperanza prevé y presagia», añade Han, ya con sus palabras, y sostiene lo siguiente (en oposición a Platón, que decía que todo conocimiento está ya en nosotros como reminiscencia y que sólo debemos reconocerlo a través de nuestro razonamiento): “La esperanza genera sus propios conocimientos…, tiende una pasarela sobre un abismo al que la razón no se atreve a asomarse. La esperanza percibe un armónico para el que la razón es sorda. La razón no advierte los indicios de lo venidero, de lo nonato. Es un órgano que solo rastrea lo ya existente”.
¡Lo nonato! Las palabras de Han me hacen eco dentro. Es un hecho que, tomando en cuenta todos los problemas del mundo, la sensata razón no tiene otra que pensar en lo peor («O hacemos lo que, por ejemplo, la ciencia dice, o estaremos perdidos»), descartando como ilusos los sueños de que surja una solución inesperada. En el fondo, lo que esta creencia afirma es que adelante nos espera la repetición interminable de lo mismo. No obstante, volviendo a Han, bien podemos ver el futuro como algo absolutamente inesperado, en lo cual (según esa radical visión del tiempo que podemos llamar esperanza) está la solución al cambio climático, la sobrepoblación, las pandemias, el abuso infantil, el maltrato animal, la discriminación, la educación autoritaria y utilitaria, la desinformación, e incluso –esperanza sobre esperanza– la pobreza, la guerra, el crimen…
Jacques Derrida, el filósofo francés de la deconstrucción, describiría –creo– ese «futuro esperanzador» como acontecimientos que de pronto irrumpen de forma vertical en nuestra mirada siempre horizontal (nos caen del cielo, diría yo). Esto, traducido en imaginación y hasta en un poquito de ciencia ficción, me permite escribir que en ese futuro inesperado, por ejemplo, están
… los jóvenes creando comunas neo–hippies, gracias a las cuales han conseguido resolver el tema de la alimentación, la vivienda y el transporte, entre muchos otros. Cuentan con una organización global sin jerarquías que fomenta y respalda el intercambio virtual e incluso el presencial (lo que antes se llamaba migración). Todo este movimiento se inspira en un colectivo místico anónimo que estuvo activo en la tercera década del siglo XXI (específicamente entre los años 2027-2030) y que reunió a miles de millones de seguidores. Uno de sus lemas era “No esperan nada, pero esperan”, frase al parecer tomada del texto Los amorosos del poeta mexicano Jaime Sabines. A mi, dicho colectivo místico me hace pensar en la serie Sense 8, de las hermanas Wachovski, que por la misma época tuvo mucho éxito.
Lo anterior, como digo, es parte de un futuro imprevisible (imprevisible para nosotros pero no para la esperanza, como Han explica). Abierto a esta perspectiva, quizás yo mismo pueda dejar de aferrarme a mi postura cien por ciento antiutilitaria y pensar que el hecho de tener propósitos –el prever, planear y luchar por una futuro– quizás guarde la semilla de una auténtica generosidad hacia las nuevas generaciones y resulte compatible con una mística que sea vida diaria, acción practica y presente, forma de pensar y sentir en este momento. Así, el ahora y el futuro se unen en una mística que admite que seamos informados, que dialoguemos, argumentemos y teoricemos, que conozcamos y nos conozcamos unos a otros por todos los medios que la vida nos regale; una mística también (ipor supuesto!) de la vida divertida, tanto en su acepción de alegría y entretenimiento como en la de tener diversidad de ideas, emociones y experiencias; y todo ello sin perder de vista el ejercicio –si es posible, cotidiano– de una mística de la salvación, entendida ésta no como una forma de evitar el sufrimiento, no como supervivencia, no como el último recurso ante nuestra peligrosidad inmanente (¡me resisto a la idea de que los seres humanos somos peligrosos para nosotros mismos!), sino entendida como amor, como regreso a la humildad, como aceptar perderlo todo y ser derrotados por fin y para siempre.
Meto adrede la palabra ejercicio, para concluir este texto con las palabras de un maestro que usa ese término para descifrar esta mística de la resignificación en el contexto de la educación y del aula. Se trata de Pier Paolo Pasolini, el gran cineasta italiano (quien alcanzó fama mundial escenificando tanto obras del Marqués de Sade, de un erotismo y una crueldad oscura y sórdida, hasta un Evangelio, considerado por muchos como la mas bella vida de Jesús jamás filmada). Dice Pasolini: “Pienso que es necesario educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota, en manejarse en ella, en lo humano que de ella emerge, en construir una identidad en la que se pueda fracasar, en no pasar sobre el cuerpo de los otros para llegar el primero. Ante este mundo de gente importante, que ocupa el poder, que escamotea el presente; ante este mundo del figurar, del llegar a ser; ante esta antropología del ganador, prefiero al que pierde. Es un ejercicio que me reconcilia conmigo mismo”.
Queda, pues, este singular ejercicio como propuesta para alumbrar nuestra vida y nuestras aulas.
Consultado en: https://observatorio.tec.mx/edu-news/opinion-esperanza-y-educacion/ Fecha de consulta: